domingo, 1 de abril de 2012

El lugar donde jamás escribió Marguerite Duras


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Este es un libro de Marguerite Duras, aunque no sea un libro de Marguerite Duras.

No fue ella quien lo tanteó, lo recobró, lo acabó.

No fue ella quien fundó su último lugar.

No es semejanza de otras hechuras atemperadas.

Pero es un libro de Duras.

Lo decido yo, que soy su lectora. Su devota.

Lo declaro yo, que la releo en la continuidad de su silencio. En los márgenes borrados de sus otros libros.

Lo rubrico yo, en la lealtad de una traducción consumada desde la piel, como una cicatriz más, una renuncia más del trecho bibliográfico de la autora.

«El público no lee al autor, sino el libro», dice Marguerite Duras.

«Todo lector es el elegido de un libro», dice Edmond Jabès.


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El libro existía ya.

En ella y en mí.

Aunque cada frase, cada tregua, es suya.

Lo imposible y lo anterior.

Suya es la mirada que tuerce una remota tarde de Indochina, donde nació en Gia Dinh el 4 de abril de 1914 con el exacto nombre de Marguerite Donnadieu. A expensas de los diques, las infidencias.

Suya es la última ebriedad, el desacato de la muerte dictada a regañadientes en París el 3 de marzo de 1996.


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El libro es la carencia.

La sed.

Lo que dice y no dice del autor.

Lo que no supo explicar el autor.

«No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía», dice Marguerite Duras.

«El libro que está a nuestro alcance es el libro del fin de un mundo condenado. Toca a los sobrevivientes devolverle, con su orden, sus palabras», dice Edmond Jabès.


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Este es el libro que esperé desde el principio. Desde que empecé a leer a Duras.

Lo creía umbral, pasadizo hacia el verdadero libro. El último.

Pero no llegó.

Duras escribió otros libros, contenedores de éste. No lo supo.

Edificó una soledad —y el miedo, claro—, luego amó esa soledad. Amo la casa de la soledad escritural. Se despojó en ella, lanzó claraboyas, mares y jardines para tropezarse en ella.

Pero el libro de poemas jamás llegó.

Hubo poemas, si, esparcidos en cartas, diarios, memorias. Dicen sus biógrafos que Duras amó la poesía, que la intentó y luego la incineró.

También hubo frases que semejaban poemas, espirales frondosas, distancia, jadeos, dudas.

Y ciertos verbos predadores. Todo cuanto requiere el poema.

Pero libros de poemas, jamás hubo. ¿Ni habrá?

Duras confesó haber adquirido una identidad esencial a través de cierta frase de Jacques Lacan: «No debe de saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe».

El poemario de Duras estuvo siempre amortajado. Temiendo el desenlace.

Por eso emergió fragmentado, nudoso, sin porvenir.

Se ocultó entre diálogos, sentencias, epitafios.

Dijo lo suyo con gritos desahuciados, en la seca ortografía de las plegarias.

El poemario de Duras no perduró en la corrección, en el merecimiento de palabras difíciles. Por eso no se parece a nada. Ni a él mismo. Ni a las novelas de la autora, tan eternas en el paladar.


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Laure Adler advierte en su libro Marguerite Duras (Editorial Anagrama, Barcelona, 2000) el hallazgo, tras la muerte de la autora, de un poema escrito en unas hojas sin fecha. El texto, traducido por la propia Adler, probablemente corresponda a la misma época de escritura de la novela Un dique contra el pacífico, donde la desesperanza es ofrenda familiar:

«Canto del cabo

Larga es la espera

Bajo el sol

Los hombres se arrastran por la carretera

Encadenados a la esperanza

Mucho esperé en la pista

Con los pies y el cuello encadenados

Y la cabeza al sol

El estómago vacío, el culo apaleado

Arroz de miseria

Sol de hierro

Mi hijos hambrientos

El hambre, el paludismo

Oh llanuras de mi país

Tan bienaventuradas de criaturas

Muertas de hambre

Oh sol de sal

Oh país mío, mi único destino».

Y hay otro poema inacabado, El Mar, de los días iniciales, también reseñado por Adler:

«Oh, mar, tantos besos sobre nuestras pobre miradas

tantas olas unidas,

y tanto anhelo

en este hostigamiento de desiertos hundidos.

Los hombres alrededor bañándose en tus espumas,

la voz de tus prisioneros

se apaga sobre sus cuerpos.

Oh, pueblo, siempre una mañana os priva del mar

vuestra voz y vuestras manos se tornan más desgarradoras

y en vuestros ojos ya

contra toda la tierra, hay recuerdos.»


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El poemario de Duras es el libro que no existirá.

Y sin embargo existe.

Lo desencadené con osadía de lector. Con esos mínimos y contundentes derechos que otorga el oficio de lector, que es, finalmente, el de alquimista, deseante, dios.

Cuando surge un lector, el autor desaparece, es apócrifo, escribe lo que uno cree que escribe.

El lector transforma el libro. Lo destruye. Lo reconstruye. Es su vocación.

De ahí que poco importe que Marguerite Duras haya o no vertido sus textos en un libro de poesía. Que esa fuera o no su voluntad.

Su decisión es ahora mía.

Su delirio, su naturaleza, su giro, son míos.

Luego lo será de otros lectores.

«Cuando una obra es muy hermosa pierde a su autor. Deja de ser su propiedad. Conviene a todos. Devora a su padre. Él sólo fue su medio. Ella lo despoja», dice Paul Valery.

«Los intereses del escritor y los de sus lectores nunca coinciden, y la ocasión en que lo hacen no es sino un afortunado accidente», dice W.H. Auden.


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Siempre vi poemas en las frases certeras, comedidas, de Duras.

Siempre las intuí como poemas.

Siempre desee verlas aparte, en una página más clara.

Y lo hice.

Surgió entonces un poemario, aún en contra de Duras y desde Duras.

Retomé algunos de sus libros, extraje aquellas construcciones que leo como poemas, los copié en páginas que les fueran propias.

Entonces reverdecieron.

Tienen ahora su paisaje, su auténtica desesperación, su privado ocultamiento.

Dicen por sí mismos.

De pronto mienten como un auténtico poema.


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La escogencia no es un asunto meramente formal.

«Todo arte busca la perfección de la forma», asumen los maestros cabalistas.

Los poemas de Duras no lo son tan sólo porque lo parecen, por su estructura versificada, su puntuación, sus vacíos.

Son poemas por lo que niegan.

Por esa incerteza profunda que los delata.

Por detenerse al margen, por acusar, por desistir.

Por dar cauce a vocablos impostergables.

Por ser un acontecimiento en sí mismo, un asombro, un silencio, síntesis.

Son poemas por que elijo en su lectura una mirada:

la de la poesía y el desencanto.


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En cuanto al acto de traducir a Marguerite Duras no redundaré en aquello de la «traición», puesto que he traicionado a la autora desde la primera lectura.

Por lo demás, el ritmo es suyo, los pronombres desleídos son suyos.

La semejanza, la polisemia, las calumnias, son todas suyas.

El francés de Duras es una puñalada a mediodía, sin reveses, sin injurias.

Poco más puedo argumentar al respecto.

Traducir a Duras es, simplemente, otra táctica de lectura.

Agradezco la paciente colaboración en esta osadía de Jeannete de Gelman, Alexis Romero y Danielle Triay. Y a mi padre, que me otorgó un francés amoroso y para siempre.


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Duras admitió que escribir es no hablar: «Es callarse. Es aullar sin ruido».

Sus novelas son lugares de mudez.

Pero aquellos fragmentos que ahora son poemas, se convierten en el íntimo lugar del habla, donde el libro secreto avanza y se vislumbra la extraviada letra del alfabeto ancestral.

Donde nada calumnia ni somete.

Sitio de la noche y el libro reabierto.

Donde habla Duras.


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Para esta edición se han seleccionado fragmentos de cinco obras de Marguerite Duras: Hiroshima mi amor (1959), El hombre sentado en el pasillo (1980), El mal de la muerte (1982), Es todo (1995) y La mar escrita (1996). Asimismo, se han traducido dos textos en su totalidad: Cesarea (1979) y Las manos negativas (1979). Estos últimos tres títulos aparecen —que sepamos— por primera vez en lengua española.

Se trata de textos todos muy fragmentarios, de frases breves, lapidarias.

Textos que son atajos de un género poético inabarcable, construidos desde un discurso metafórico. Dotados de los mismos silencios a través de los que hablaba Duras.

En ellos se concentra la poética de Duras, una manera muy suya de distanciarse de las palabras, de aludir.

¿El orden? Un viaje a lo interior. De las ruinas de la Cesarea bíblica a las palabras de la enfermedad y el adiós.


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Cesarea, Cesarea es la memoria recuperada. Duras estuvo en el mítico lugar gracias a una invitación del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel. Aquellas ruinas escarbaron en ella una cierta desazón ante la historia que grita entre piedras. El texto constituye una nueva versión de comentarios escritos a partir de planos no utilizados de su guión cinematográfico Le navire night. Quizá es uno de los textos de Duras que más hablan de un aliento poético por su musicalidad y su jadeo constante.

La banda sonora de la película Cesarea, Cesarea contiene la voz de la propia Duras. Partiendo de las imágenes del jardín de Las Tullerías, en París, evoca la ciudad mediterránea, cuyas ruinas han puesto al descubierto la olvidada grandeza de la ciudad en la época romana y de las Cruzadas.


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Les manis negatives (Las manos negativas) es, al igual que Cesarea, Cesarea, un fragmento del guión de Le navire night. Y es, asimismo, una reflexión sobre la memoria que nos convoca desde los inicios de la historia misma. Duras llama “manos negativas” a las pinturas halladas en las grutas magdalenianas de la Europa Sur Atlántica. Se detiene en su contorno, en sus heridas de piedra, sus colores inexplicables. El asombro ante la huella humana es aquí una excusa para recorrer el ansia que infunde el pasado, la realidad de ese pasado. «En Les mains negatives» señala Adler, «se dice a gritos que llevamos amando treinta mil años, y esos gritos de amor, esas alusiones a las cuevas prehistóricas, van acompañados de imágenes de hombres de piel oscura que recogen los cubos de basura de París al amanecer. No sale ni un hombre blanco, sólo negros. Esos gritos de amor parecen dirigidos a esa población negra, rechazada, despreciada, humillada, que se encarga de las tareas más indignas de nuestra sociedad blanca».


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L'homme assis dans le couloir (El hombre sentado en el pasillo) tuvo su primera versión en 1962, pero no fue sino hasta 1980 cuando Duras decidió desprenderse de este texto de la violencia amatoria y el miedo puntual. En él Duras no juzga, pero tiende un lecho para los arrebatos, la desesperación de desconocer al que se ama. Es una recuperación de la dolorosa impronta de los golpes maternos y los de su hermano. El texto traducido constituye los dos últimos párrafos del libro.


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Del guión de la película Hirshima mon amour (Hiroshima mi amor) se traducen aquí tres breves diálogos en los que se concentra la dialéctica del lenguaje y la temática durasiana a través de la desolación amorosa de una joven francesa de Nevers y un japonés de la Hiroshima devastada por la bomba atómica. Dirigida por Alain Resnais y protagonizada por Emmanuelle Riva y Eiji Okada, la cinta permitió a Duras hablar de la impotencia de no poder decir sobre el horror, sin restricciones técnicas, sin que su palabra esmerilada perdiera hondura.


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La mer écrite (La mar escrita) es un álbum con fotografías de Hélène Bamberger (París 1956) y textos que Marguerite Duras fue escribiendo durante los paseos que ambas hicieron algunas tardes por los alrededores de Trouville. La fotógrafo cuenta que poco a poco, durante aquellos habituales jornadas que se iniciaron en el verano de 1980, Duras comenzó a dirigirla, haciendo que las imágenes se encaminaran hacia su propia mirada, sus deseos, sus vestigios. Confiesa Bamberger: «De año en año las fotos se hicieron indispensables en nuestros paseos, como un deber de vacaciones, sobre el que Marguerite manifestaba sus exigencias de más y más precisión».

Si bien se trata de descripciones muy concretas de ciertas imágenes —una cerca, unos troncos, un cementerio— tras cada metáfora relumbra una poesía de la ensoñación.

Duras no llegó a ver este libro publicado.


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La maladie de la mort (El mal de la muerte) comenzó llamándose Un olor a heliotropo y a cidra, haciéndose eco de la terrible época que vivía Duras, en la que bebía de seis a ocho litros diarios de licor y andaba en un estado de alarmante ausencia. Decía que sólo el alcohol la calmaba, siendo la escritura una extensión de sus espasmos y angustias. Tras una cura de varias semanas, en plena convalecencia, retomó el libro e incluso pensó en una puesta en escena. Dice Adler que en este libro Duras «reanuda sus amores de adolescencia y retoma el único género que la deslumbra de verdad: la poesía. El mal de la muerte es un poema invocatorio sobre la ausencia del deseo, pero también sobre la odisea de un gran amor entre un hombre y una mujer».


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C´es tout (Es todo) es el libro de la agonía y el dolor de no poder decir más. Duras lo dictó a Yann Andrea —su compañero— durante sus últimos tres meses de vida. Se trata de resabios de lucidez, de su más encarnizado enfrentamiento con la muerte. Si bien es el último libro que Duras ¿escribiera? ¿susurrara?, sus lectores más fervientes guardamos cierta suspicacia y nos preguntamos si no fue Yann Andrea un indolente, un obseso al tomar nota de los quejidos de una moribunda, como si se tratara de un libro a dos voces. Sin embargo, sabemos que el narcisismo de Duras era tan vasto como para conducirla al deseo de escucharse a sí misma hasta el final.


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Este es un libro de Marguerite Duras, aunque no sea un libro de Marguerite Duras.

«Habrá una escritura de lo no escrito. Algún día esto llegará. Una escritura breve, sin gramática, una escritura hecha sólo de palabras. Palabras sin gramática de apoyo. Perdidas. Allá, escritas. Y enseguida abandonadas», ha dicho Marguerite Duras.

Jacqueline Goldberg



Obras de Marguerite Duras traducidas para esta edición

(por orden de escritura)

Hiroshima mon amour. Editions Gallimard. France, 1997.

Le navire night. Cesaree Cesarea. Les Mains negatives. Gallimard Editions, Colecttion Folio. París, 1992.

L'homme assis dans le couloir. Les éditions de Minuit. Paris, 1980.

La maladie de la mort. Les éditions de Minuit. París, 1982.

C´es tout. P.O.L Éditeur. París, 1995.

La mer écrite. Hélène Bamberger Photographies. Marval Editions. Turin, 1996.

sábado, 31 de marzo de 2012

Cesarea



Foto: Mark Weinstein / http://www.weinstein-design.com/



Cesarea
Cesarea
Así se llama el lugar
Cesarea
Cesarea

Sólo queda la memoria de la historia
y esa única palabra para nombrarla
Cesarea
La totalidad.
Sólo el lugar
Y la palabra.

El suelo.
Limpio.
De la polvareda de mármol
mezclada con la arena del mar.

Dolor.
El intolerable.
El dolor de su separación.

Cesarea.
Aún se llama el lugar.
Cesarea
Cesarea.

El lugar es llano
frente al mar
el mar está al final de su curso
golpea las ruinas
siempre fuertes
aquí, ahora, ya frente al otro continente.
Azules las columnas de mármol azul, arrojadas allí frente al puerto.

Todo destruido.
Todo ha sido destruido.

Cesarea
Cesarea.
Capturada.
Raptada.
Conducida al exilio sobre la nave romana,
reina de los Judíos,
señora reina de Samaria.
Por él.

Él.
El criminal.
El destructor del templo de Jerusalén.

Y después repudiada.

Aún se llama así el lugar
Cesarea
Cesarea.

El fin del mar
El mar que golpea contra los desiertos

No queda sino la historia
El todo.
Sólo este trozo de mármol bajo los pasos
Esta polvareda.
Y el azul de las columnas hundidas.

El mar ha triunfado sobre la tierra de Cesarea.
Las calles de Cesarea eran estrechas, oscuras.
Su frescura arrojada sobre el sol de las plazas,
a la llegada de los barcos
y la polvareda de los rebaños.
En ese polvo
se ve aún, se lee aún el pensamiento
de la gente de Cesarea
el trazado de las calles de los pobladores de Cesarea.

Ella, reina de los Judíos.
Regresa.
Repudiada.
Perseguida
Por razón de Estado
Repudiada por razón de Estado.
Vuelve a Cesarea.
El viaje por mar en la nave romana.
Fulminada por el intolerable dolor de haber sido abandonada,
por él, criminal del templo.

En el fondo el navío reposa entre las gasas blancas del duelo.
La noticia del dolor estalla y se derrama sobre el mundo.
La noticia recorre los mares, se derrama sobre el mundo.

El lugar se llama Cesarea.

Cesarea.

Al norte, el lago Tiberíades, los grandes patios de San Juan de Acre
Entre el lago y el mar, Judea, Galilea.
Alrededor, campos bananeros, maizales,
naranjales,
los trigales de Galilea.
Al sur, Jerusalén, hacia Oriente, Asia, los desiertos.

Era muy joven, dieciocho años, treinta años,
dos mil años.
Se la han llevado.
Repudiada por razón de Estado.
El Senado habló del peligro de un amor así.

Arrancada de él
De su deseo.
Muere.

En la mañana frente a la ciudad, la nave de Roma.
Muda, blanca como tiza, aparecida.
Sin pudor.

En el cielo de pronto el estallido de cenizas.
Sobre ciudades llamadas Pompeya, Herculano.

Muerta.
Lo destruye todo
Muere.

El lugar se llama Cesarea
Cesarea
No hay nada más que ver. Sino el todo.

Hay un pesado verano en París.
Frío. De bruma.

viernes, 30 de marzo de 2012

Las manos negativas





Ante el océano
bajo el acantilado
en el muro de granito

esas manos

abiertas

Azules
Y negras

Del azul del agua
Del negro de la noche

El hombre ha venido solo a la gruta
de cara al océano
Todas las manos poseen la misma dimensión
estaba solo

El hombre solo en la gruta ha mirado
en el ruido
en el ruido del mar
la inmensidad de las cosas

Y ha gritado

A ti, elegida, dotada de identidad, te amo

Esas manos
del azul del agua
del negro del cielo

Anodinas

Desmembradas sobre el granito gris

Para que se vean

Soy quien llama
Soy aquel que llamaba, que gritaba hace treinta mil años

Te amo

Grito que quiero amarte, te amo

Amaría a quien me escuchase gritar

En la tierra vacía permanecerán esas manos, en la pared de granito
frente al estruendo del océano

Insoportable

Ya nadie escuchará

Ni verá

Treinta mil años
Esas manos, negras

El reflejo de la luz sobre el mar hace temblar
la pared de piedra

Soy alguien soy aquel que llamaba que gritaba en aquella luz blanca

El deseo
la palabra no ha sido aún inventada

Miró la inmensidad de las cosas en el estruendo de las olas,
la inmensidad de su fuerza

y después gritó

Bajo sus pies los bosques de Europa,
sin fin

Se yergue él en el centro de piedra
de corredores
rutas de piedra
de todas partes

A tí, elegida, dotada de identidad,
te amo en un amor indefinido.

Había que descender el acantilado
vencer el miedo
El viento sopla desde el continente empuja
el océano
Las olas luchan contra el viento
Avanzan
contenidas por su fuerza
y pacientemente llegan
a la pared

Todo se destruye

Te amo más allá de tí
Amaría a quien escuchase que grito que te amo

Treinta mil años

Llamo

Llamo a quien me escuche

Deseo amarte te amo

Hace treinta mil años que grito ante al espectro blanco del mar

Soy aquel que gritaba que te amaba, a ti

miércoles, 28 de marzo de 2012

El hombre sentado en el corredor





Veo que llega el violeta, que alcanza la desembocadura del río, que el cielo se ha encapotado, que se ha detenido en su lento curso hacia la inmensidad. Veo que otras gentes observan, otras mujeres, que otras mujeres muertas han visto asimismo hacerse y deshacerse los monzones de verano ante los ríos bordeados de arrozales sombríos, frente a las desembocaduras vastas y profundas. Veo que del violeta surge una tormenta de verano.
Veo que el hombre llora sobre la mujer. De ella solo veo inmovilidad. La ignoro, no sé nada, no sé si duerme.

martes, 27 de marzo de 2012

Hiroshima mon amour





/
El: No has visto nada en Hiroshima. Nada.
Ella: Lo he visto todo. Todo… También el hospital. Lo he visto. El hospital existe en Hiroshima. ¿Cómo podría no haberlo visto?
El: No has visto el hospital en Hiroshima. No has visto nada en Hiroshima.
Ella: Nada invento.
El: Lo has inventado todo.
Ella: Nada. Así como esa ilusión existe en el amor, esa ilusión de no poder olvidar jamás, así he tenido la ilusión ante Hiroshima de que jamás olvidaré. Como en el amor.


/
El: ¿Gritas?
Ella: Al principio, no, no grito. Te llamo dulcemente.
El: Pero estoy muerto.
Ella: Te llamo pese a todo. Aun muerto. Luego un día, de repente, grito, grito muy fuerte como una sorda. Es entonces cuando me introduzco en la cueva. Para castigarme.
El: ¿Qué gritas?
Ella: Tu nombre alemán. Solamente tu nombre. No tengo más que una memoria, la de tu nombre.


/
El: Puede que sea posible, que te quedes.
Ella: Bien lo sabes. Más imposible aún que separarse.
El: Ocho días.
Ella: No.
El: Tres días.
Ella: ¿Tiempo para qué? ¿Para vivir? ¿Para morir?
El: Tiempo de saberlo.

lunes, 26 de marzo de 2012

La mar escrita



Foto de Helene Bamberger


/
Es la mar.
A toda prisa.
Ha quebrado el bosque de mármol.
Así y todo perdura.
Cristo, perdura.
Y nada, se guarda así, se equivoca la mar.
Camina con los tiempos, como si fuese posible.


/
Primera visita a las tumbas.
Vemos, leemos los nombres, la edad del difunto, sombras de cruces en el agua del río. Luego hablamos de la muerte. Y callamos. ¿Qué otra cosa harían, ustedes?
Quiénes son, ustedes, sin ese anonimato, esa patria reciente, moderna, la de otros muertos, la de esa infancia muerta en combate con su cuerpo.
Y luego hablamos de nuevo de la muerte. No podemos dejar de leer los nombres en el bosque de los niños muertos de la guerra.
¿Quiénes son ustedes, quiénes serán en adelante, sin esos niños? ¿Es no comprender nada? Si, es eso. No comprendemos. Nada. Entonces, todo se parece y se sufre. Como un camino interminable, perfecto, vano.


/
Me pregunto aún cómo ocurrió.
Hablo de la vida detenida, aquella que sobrepasa la muerte por el resto de los tiempos.


/
Leer: la sombra.
Es la sombra del balcón de nuestro apartamento en Roches Noires.
Nada nos recuerda. Ahí. Es todo. Donde somos cuando el calor es intenso. Nada: hierro, ausencia, vacío.
La guerra se hizo lejana como la edad de los niños, como la guerra, el tiempo transcurrido en guerra. No sabemos dónde ocurre. A veces ni siquiera llegamos a saber si aún hay guerras, hoy o ayer.
No sabemos nada más, casi, a fuerza de saber Todo. Todo como creemos saber. Es lo que llamamos un estado avanzado de desesperación.


/
Todo se ha vuelto AZUL. Es azul. Un grito absolutamente azul.
Del azul venido de los orígenes de la Tierra, de un cobalto desconocido. No podemos detener ese azul, esos despojos de polvaredas azules de cementerios de niños. Sufrimos. Lloramos. Todos lloran.
Pero el azul permanece. Arraigado.
El azul de los niños como el de un cielo.


/
Es un pequeñísimo puente abierto sobre las marismas del Sena como sobre la esperanza de los niños que pasaban por aquí. Todo debe estar quebrado alrededor.
¿Todo morirá? ¿Acabará? ¿Se detendrá? ¿Como las lágrimas, el amor, la muerte? ¿El sentimiento?
No sabemos.
¿Es un mal día? ¿Será? ¿Sólo así, un mal día? Nada sabemos con claridad. De repente tenemos cien años. Lloramos. Quisiéramos llorar, aún más, luego no es demasiado, pero nadie lo dice.
¿Los gritos de las mujeres, de los niños? ¿Continuarán, entonces? Si. Continúan. Mientras estemos vivos. Como la guerra. Se lee: que estamos vivos.
¿Será un mal día? Intentamos hallar un conocimiento desleído.


/
Esas cuerdas hechas para impedir que los barcos se unan al viento y se extravíen.
El mar siempre vigilado, confrontado.
Como si no quisiera vivir mas.
Como hay gente que no desea partir más, sólo quedarse aquí, a vivir en la inmovilidad del tiempo.


/
Había viento ese día, lo vimos. Viento fotografiado. En vez de iluminar la fotografía, la oscureció. Desamparados por el viento del mar. El viento ha debido partir solo hacia un destino aún secreto.
No lo vimos más.
De repente se hizo indiscreto, el saber sobre el viento. Todo movimiento venido de allá ha escapado. Entonces aguardamos. Nada. El viento a su antojo, como gente, como perros.
Observamos, largo tiempo, es todo, para ver diluirse todo rastro de vida. Ver surgir de golpe un cuadro italiano al alcance de la mano.
Entonces partimos. Nada queríamos robar. Nada robamos.
Debe estar aún allí.


/
De eso lo hemos olvidado todo. Al principio creímos que había sido hecho por un transeúnte, un turista, después no. No había turista, nada había. Lo dejamos todo como estaba. Como era.
En ese caso de todas maneras señalamos, sin ello nada hallaríamos, y funciona: porque la palabra escrita no se olvida jamás. Alguien ha dicho: no tiene sentido trastornarse. No hemos respondido a tanto énfasis, tanto orgullo. Terminó allí.


/
Tomé la fotografía del mar y la edité, me fui con ella en un libro.
La mar permaneció, oportuna, discreta, perfecta, INVISBLE, ETERNA.

domingo, 25 de marzo de 2012

El mal de la muerte



La maladie de la mort /Robert Wilson / Foto: Mario del Curto
@url: www.desingel.be/dadetail.orb?da_id=20161


/
Hasta esa noche usted no había comprendido cómo se podía ignorar aquello que ven los ojos, aquello que tocan las manos, aquello que toca el cuerpo. Descubre esa ignorancia.
Usted dice: no veo nada.
Ella no responde.
Ella duerme.


/
Alrededor del cuerpo, la habitación.
Sería su propia habitación. Habitada por ella, una mujer. Usted no reconoce ya la habitación. Está vacía de vida, sin usted, sin su semejante. Apenas la ocupa ese rastro dócil y largo de la forma extraña sobre la cama.


/
Vuelve usted a la habitación. Ella no se ha movido en el charco blanco de las sábanas. Usted observa a aquella que jamás había abordado, jamás, ni a través de sus semejantes ni a través de ella misma.
Observa la forma sospechosa desde hace siglos. Abandona.


/
Descubre que es allí, en ella, donde se cultiva el mal de la muerte, que es esa forma ante usted desplegada la que decreta la enfermedad de la muerte.


/
Y luego escucha ese ruido que se aproxima, escucha el mar.
Escucha el mar. Está muy cerca de los muros de la habitación. A través de las ventanas, siempre esa luz velada, esa lentitud del día que va alzándose en el cielo, siempre el mar negro, el cuerpo que duerme, la extraña a la habitación.


/
Usted le pregunta si ella cree que se le puede amar.
Ella dice que bajo ninguna circunstancia. Usted pregunta: ¿es por la muerte? Ella dice: sí, es por esa insipidez, esa inmovilidad de su sentimiento, es por ese engaño de decir que la mar es negra.

sábado, 24 de marzo de 2012

Es todo


Foto: Marco Tulio Socorro

/
A veces estoy vacía durante largo tiempo.
Existo sin identidad.
Al principio da miedo. Y después ocurre un movimiento de alegría.
Y después se detiene.
La felicidad, es decir morir un poco.
Un poco ausente del lugar donde hablo.


/
Tú, tú no puedes pronunciar más el nombre que llevo, que me fue dado por los padres.
Amantes desconocidos.
Dejémoslo, si quieres.
Aún por algunos días de espera.
Me preguntas, aguardar qué, respondo: no lo sé.
Esperar.
En el devenir del viento.
Quizá mañana te escriba de nuevo.


/
Se puede vivir de eso.
Reir y llorar después.
Hablo del tiempo que brota de la tierra.
No me queda aliento.
Es necesario que me abstenga de hablar.


/
Hora horrenda.
Soberbia y horrenda.
Apenas he conseguido no matarme
haciéndome la idea de su muerte.
De su muerte y de su vida.


/
Te encaminas sin atajos hacia la soledad.
Yo no, yo tengo libros


/
La lluvia de los niños está reclinada en el sol.
Con la felicidad.
Fui a ver.
Después hubo que explicarles que era natural. Desde hace siglos.
Porque los niños no comprendían, no podían comprender aún la inteligencia de los Dioses.
Luego fue necesario continuar por el bosque. Y cantar con los adultos, los perros, los gatos.


/
Vaho de vahos.
Todo es vanidad y persecución del viento.
Estas dos frases fundan toda la literatura de la tierra.
Vaho de vahos, es.
Estas dos frases abren el mundo por si solas: las cosas, los vientos, los gritos de los niños, el sol muerto durante esos gritos.
Que el mundo se arroje a su extravío.
Vaho de vahos.
Todo es vanidad y persecución del viento.


/
Llevo una vida mediocre ahora.
Pobre.
Me he vuelto pobre.
Voy a escribir un texto nuevo.
Sin hombre. No habrá nada.
Soy ya casi nada.
No veo nada ya.
Es aún el todo, largo tiempo, antes de la muerte.


/
Puedo recomenzarlo todo.
Desde mañana.
En todo instante.
Recomienzo un libro.
Escribo.
¡Y de pronto allí está!
Yo, el lenguaje, lo conozco.
De eso tengo certezas.


/
Toda una vida he escrito.
Como una imbécil, eso he hecho.
No está mal ser así.
Jamás he sido pretenciosa.
Escribir toda una vida enseña a escribir.
Eso no salva de nada


/
Ven a amarme.
Ven.
Ven a este papel blanco.
Conmigo.

Te otorgo mi piel.
Ven.
De prisa.

Dime adiós.
Es todo.
No sé mas nada de ti.

Me voy con las algas.
Ven conmigo.